jueves, 28 de junio de 2012

¿Otra vez oiremos decir: “No supimos cuidar al hermano”?

Por Ana Gonzalo Jaurena. 24.06.2012


Difícilmente podríamos olvidar aquella expresión en boca del presidente Chávez ante la muerte de Danilo Anderson. Y seguros estamos de haber escuchado en labios del para entonces Ministro de Interior y Justicia la promesa de que el pueblo conocería la identidad de los asesinos del fiscal. Entonces, desde todos los rincones de nuestro territorio y en el ámbito internacional, se alzaron voces condenando este acto que derivó en un verdadero cangrejo policial y del cual hasta la fecha sólo tenemos conjeturas.
Y aunque la muerte del joven fiscal -por sus características y la forma en la cual ocurrió- parecía haberse ganado con creces ese interés, todo el que se considere revolucionario debe convenir que no menos digno de atención es el asesinato sistemático de un número significativo de líderes sociales, indígenas, campesinos y trabajadores quienes han caído y continúan cayendo en medio de sus luchas ante la más absoluta impunidad por parte de los órganos jurisdiccionales del Estado venezolano.
Sin embargo, nada puede producirnos más vergüenza que la situación de injusticia que todavía seguimos perpetuando contra nuestros pueblos originarios.
El impacto de nuestra cultura mestiza con la forma en que los pueblos originarios se relacionan con la tierra, todavía causa estragos no menos lamentables que en el pasado. La tierra, que para estos hermanos era lugar sagrado para vivir armónicamente con la naturaleza, se convierte ahora en codicia para el hacendado, los mineros, la acción mezquina e individualista de ciertos yukpas que asumieron los vicios del mestizo, y lo que es peor, para un Estado que necesita -bajo las mismas estructuras y lógicas del sistema capitalista- darle al resto de la población “la mayor suma de felicidad posible”.
El conocimiento de la situación de la demarcación de la tierra que la mayoría de los que habitan las ciudades posee, se circunscribe en la creencia de que es un logro del gobierno revolucionario en el proceso de hacer justicia histórica con nuestros pueblos originarios. Pero lo que la gran mayoría de nosotros ignora son las condiciones en que estos procesos ocurren.
Resultan tan graves los problemas que afrontamos al intentar relacionarnos con nuestros pueblos originarios que hasta cuando creemos “ayudar” al hermano indígena, le dañamos. Algunos inconscientemente, otros miserables, con plena consciencia y con el deliberado propósito de obtener prebendas en la relación con el indígena y sus causas.
Sabino Romero, un líder yukpa que continúa la resistencia de sus ancestros para preservar la cultura y la vida de su pueblo, llega una vez más, a mediados de mayo con su familia a la capital administrativa de un territorio que una vez fue un espacio habitado por caribes, valientes y aguerridos, a decirnos que los están matando, y que muy probablemente el próximo muerto sea él.
Ha visto morir a su padre, hijos, nietos, y a un número significativo de familiares y amigos por el simple delito de la dignidad. Sabino y su gente nunca han sido canjeables por dinero o por limosnas del mestizo, y por eso, por constituirse en traba para que saqueen su territorio -que es el pulmón de resistencia con que también nosotros seguimos respirando- lo peor del hombre mestizo clama por su exterminio.
La lucha de Sabino no es distinta a nuestras luchas. Sólo varía el escenario. 
En lo que va de año, han sido asesinados cinco compañeros. Las muertes más recientes, las de Leonel Romero, José Luis y Alexander Fernández, se suman al asesinato del dirigente campesino del movimiento Jirajara, Ramón Díaz, y al de Ragid Samán, hermano de Eduardo Samán, ocurrido en circunstancias que parecieran alejarse de las prácticas de la delincuencia común.
Ninguno de estos hechos ocupó el centimetraje mediático de los medios de comunicación: privados, públicos, y los ahora llamados alternativos. Ninguno aglutinó la opinión pública nacional e internacional ni sostuvo durante mucho el interés de la comunidad organizada (pueblo, organismos de investigación  y juristas) como el caso de Danilo Anderson. Sólo guardan con él la similitud de la lucha contra intereses poderosos e inescrupulosos y la impunidad. (¡Y es que pareciera que hasta nosotros ya vamos acostumbrándonos a poner siempre los muertos y a que esto parezca totalmente normal al orden social en el cual vivimos!)
En Machiques, en tierras de Sabino no se sabe, por ejemplo, de la realización de pesquisas policiales frente al caso del asesinato de los dos hermanos yukpas ocurrido en abril. Y en el resto de los asesinatos perpetrados contra campesinos y líderes sociales, ya parece normal que estos ocurran sin que sepamos a ciencia cierta quién o quiénes están detrás de cada uno de estos actos – o detrás de todos ellos- los cuales ocurren en forma cada vez más sistemática.
Permitir que esta peligrosa situación ocurra en un país -y en un país en donde nos vanagloriamos de levantar la bandera del socialismo- resulta ser desde todo punto de vista un contrasentido. No sólo los hechos revelan la disfuncionalidad del sistema, sino que también nuestras actitudes frente a él reflejan el avanzado estado de descomposición institucional en el cual nos encontramos.
Existen razones suficientes para considerar que estos hechos parecieran estar dirigidos a debilitar a los que luchan individual o colectivamente y, tomando en consideración esta larga lista de hechos, no sería del todo descabellado pensar que existe un plan de exterminio de las luchas populares en Venezuela.
Ninguno de los que creemos en la posibilidad de construir sociedades más justas podemos permanecer impasibles mientras nos matan a un compañero. No es lógico que fragmentemos las luchas y andemos clamando por reivindicaciones sectorizadas con nuestros oficios, profesiones, predominancia étnica, o pertenencia a grupos vulnerables. Necesitamos unirnos en una sola voz, una voz que le exija al Gobierno Nacional la investigación eficiente y efectiva de estos hechos, la identificación de los vínculos que pudieran existir entre el sicariato contra líderes populares, la criminalización de las protestas y la impunidad en la cual, en forma cada vez más recurrente, incurren los organismos jurisdiccionales del Estado venezolano con la anuencia tácita del mismo Gabinete Ministerial.
No podemos ser indiferentes ante lo que pareciera ser una silenciosa conspiración en contra del espíritu libertario de la revolución bolivariana.
¿Hasta cuándo tanta impunidad, tanto silencio,
tanta indiferencia?
Abandonar el silencio es detener la conspiración.


Caricatura de Samuel Bravo (2007)



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